Chistes para milicianos by Mazen Maarouf

Chistes para milicianos by Mazen Maarouf

autor:Mazen Maarouf [Maarouf, Mazen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2019-01-01T00:00:00+00:00


Galletas

Mi madre, tan tranquila en el asiento de atrás. Yo, mientras, conducía y le iba contando un chiste a mi esposa. Nos dirigíamos a un sanatorio para enfermos mentales, a dejar a mi madre. Había pasado el día libre con nosotros. Vivía en aquel lugar seis de los siete días de la semana. Alzhéimer.

La velocidad del coche, ochenta kilómetros por hora. Este dato no es un mero detalle. Nunca sabré si el chiste era bueno o no, porque a mi mujer no le dio tiempo a reírse. En el momento en que terminaba de contarlo, vimos a un anciano cruzar por el lado contrario de la autopista. Reduje a cincuenta. A ese ritmo puede observarse, con cierto detenimiento, qué rápido viene la muerte.

Paré el coche, por supuesto, como haría mucha gente, y, ayudado de mi mujer, bajé a mi madre y la dejamos contemplar la escena desde detrás de la barrera de hormigón. El viejo era digno de admiración, sí señor, se metía por entre los automóviles con gran agilidad, saltando sobre un pie, escabulléndose de este coche, sorteando a aquel, girando sobre sí mismo, rodando como un neumático, abriéndose y cerrándose igual que un imperdible antes de propinar ese suave puñetazo. Puse a resguardo a mi madre y a mi esposa de los guantes del anciano, para no quedar convertidos también nosotros en galletas. Porque los guantes del anciano se iban inflando a medida que tocaban los laterales de los automóviles, reduciéndolos a trozos de galletas. Mi esposa trató de decirle algo al hombre, pero le di un codazo y comprendió que debía guardar silencio. En cuanto a mi madre, observaba absorta todo lo que pasaba delante de sus ojos. Yo, mientras, le iba describiendo los detalles con la mayor precisión posible y el fervor de un comentarista deportivo.

El anciano no parecía nervioso. Dio unos cuantos pasos por la autopista sorteando los vehículos que iban a toda velocidad y, después, se quitó el sombrero blanco y se lo enrolló alrededor del puño como si fuera un guante de boxeo. No quería dar puñetazos a los coches, solo rozarlos. Estos, en su velocidad, trataban de evitar el roce. Pero sin éxito. Coche que tocaba, coche que quedaba convertido en un bloque de galleta. Y, como iban tan deprisa, volcaban y se rompían en migas, desparramándose por toda la calzada. Un espectáculo cautivador, por lo menos hasta la tercera oleada de automóviles; más tarde, aquello pasó a ser un cúmulo gigante de migas de galleta que llegaba hasta el arcén.

Camino del psiquiátrico, mi mujer dijo, sonriendo, que le habría gustado preguntarle al anciano una cosa, solo una. No hice ningún comentario. Llegamos a la puerta del sanatorio. Bajé a mi madre del coche y la dejé en manos de la hermosa enfermera, al tiempo que le susurraba al oído: «Mamá, cuéntale a esta mademoiselle la historia del anciano». Enseguida, mi madre se embarcó en un monólogo galletístico mientras se alejaba con la enfermera. Alcancé a oír que esta última preguntaba: «¿Y qué más pasó?».



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